miércoles, 15 de febrero de 2012

CONVIVIR CON ASESINOS.






Estoy leyendo “El Holocausto Español” de Paul Preston y se me ponen los pelos de punta. Nuestra Guerra Civil no fue, precisamente, una aventura épica de héroes y nobles luchadores por la Patria y los valores humanos - que los habría, sin duda, en ambos bandos -. Aquello fue una masacre asquerosa, fomentada por el odio y el desprecio secular de unos privilegiados que veían al pueblo trabajador como si de una raza inferior se tratase, formada por unos braceros y obreros cansados de sufrir humillaciones, abusos y hambre por parte de los “señoritos” y sus aliados, militares coloniales, guardias y curas serviles. Los abusos de los militares africanistas, embrutecidos en el asesinato sistemático de los musulmanes que defendían su tierra contra los intereses de los propietarios de minas y comerciantes de fortuna, habían cristalizado en una vergonzosa guerra colonial donde desastres como el de Anual pusieron de relieve la corrupción y la incompetencia que desveló el Expediente Picasso. Esta gente inmisericorde se había acostumbrado a matar y torturar a los que consideraban subhumanos y siguieron haciéndolo en la Península, primero para sofocar la Revolución en Asturias y después en la Guerra Civil. Las matanzas de Yagüe, Mola y Queipo de Llano, exacerbaron el ansia de venganza popular, que se materializó en la orgía de violencia de una revolución que parecía reclamar sangre. En ambos bandos se cometieron atrocidades, aunque con una cierta diferencia cualitativa. En la zona republicana estuvo protagonizada por revolucionarios utopistas incontrolados hasta que el Gobierno pudo hacerse de nuevo con las riendas, allá por 1937. Los asesinos pagaron en la posguerra - algunos durante la misma guerra y a manos de los propios tribunales de justicia -, la mayoría fusilados por los franquistas, y otros con el exilio. Pero en el bando llamado “nacional”, la violencia y el terror ya figuraban en los planes de los golpistas antes del mismo golpe. Son espeluznantes las instrucciones de Mola a sus compañeros de sublevación. La violencia, la masacre, el genocidio de izquierdistas estuvo planificado y organizado desde un principio y se prolongó durante muchos años de posguerra. Se traba efectivamente de un genocidio, de la exterminación planificada y sistemática de un grupo humano que, si bien no se definía racialmente, si lo hacía en su ideología, anarquista, socialista, comunista o, simplemente, democrática, como el caso vergonzoso de Eliseo Gómez Serrano, director de la Escuela de Magisterio de Alicante.
Sin embargo lo que a mí más me aterroriza, más me espeluzna, no es el ingente montón de cientos de miles de muertos del terror y la venganza, sino el hecho ineludible de que para perpetrar tamaña monstruosidad hacía falta una legión de asesinos, miles de asesinos fanáticos o corrompidos, embrutecidos en su vesánico proyecto. A mi lo que me horroriza es que me he pasado la niñez y la juventud conviviendo con monstruos homicidas; que quizá el bondadoso y amable profesor de Formación del Espíritu Nacional, o el cura campechano, o el educado vecino de enfrente, y después el sargento o el capitán de mi servicio militar, pudieran haber sido en su día gentes brutales manchadas de sangre de inocentes, verdugos, delatores y jueces injustos. Y que no se murieran después de vergüenza y arrepentimiento, que asistieran los domingos a misa – o la celebraran – y comulgaran sin verse afectados en su conciencia y, es más, que estuvieran dispuestos a repetir las atrocidades que les dieron la victoria. Los que tenemos cierta edad hemos convivido con una generación mayor donde los monstruos asesinos superaban con mucho la media de los pueblos civilizados. Eso tenemos en común con los alemanes de la posguerra mundial, con la diferencia de que nuestros monstruos murieron de viejecitos y se fueron de rositas. Al menos ellos tuvieron su Nuremberg.
Aún hoy se le tapa la boca al Juez Garzón por intentar esclarecer estos hechos.
¡Qué horror!
Miguel Ángel Pérez Oca.

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