lunes, 29 de julio de 2013

AUSCHWITZ ME PRODUJO RONCHAS.

RASCÁNDOME LAS RONCHAS EN AUSCHWITZ.

            No sé si fue alergia o repugnancia o miedo a los más recónditos impulsos del ser humano. No lo sé, pero lo cierto es que en Auschwitz me salieron ronchas. Ahí os dejo una parte del escrito que esta noche leo en la Tertulia de la Bodega Adolfo:

            En principio tuve la tentación de no seguir a mis compañeros de excursión en la visita al famoso campo de exterminio de Auschwitz. Dos señoras mayores, que nos acompañaban, sintieron arcadas y optaron por esperarnos en la cafetería después de ver la famosa entrada en cuyo dintel la desfachatez nazi había escrito “Arbeit macht frei” (El trabajo hace libre). Yo acabé entrando y, pese a las molestias que me ocasionó, no me arrepiento. Porque, con la ayuda de una excelente guía local, pude reflexionar sobre algunas cosas sumamente importantes: Comprendí que aquello no fue la locura improvisada de ningún Calígula del siglo XX; aquello, a pesar de su monstruosa irracionalidad, era una elaboradísima y planificada industria dedicada a la aniquilación sistemática de millones de judíos y otros ciudadanos de razas no arias, con una óptima y productiva explotación comercial. Para hacer funcionar aquellos complejos de muerte hicieron falta multitud de arquitectos, ingenieros, médicos, psicólogos, economistas y demás seres supuestamente inteligentes. Y está claro que una empresa así no podía pasar desapercibida para la población. Había demasiados miles de implicados en un crimen que convertía al pueblo alemán, o al menos a grandes sectores de él, en cómplice y encubridor. Los intereses económicos del holocausto también quedaban patentes en la exposición que se nos hizo de montañas de cabello humano, gafas y cacharros de todo tipo. El fabricante de los hornos crematorios debía percibir sustanciosos beneficios de su actividad, así como el proveedor del gas letal Zyklon B. El industrial que fabricaba moqueta con cabello humano también tuvo que llevarse sus buenas ganancias, y el que reciclaba todos los cacharros metálicos (ollas, orinales, palanganas, vasijas…). Lo más terrible, si es cierto lo que nos contó la guía, es que prestigiosas empresas farmacéuticas financiaban los terribles experimentos que el doctor Mengele realizaba con parejas de niños gemelos y otros desgraciados prisioneros científicamente torturados.
            En general, los niños eran gaseados en cuanto llegaban a Auschwitz, ya que no servían para el trabajo. Se les engañaba, junto a los ancianos, embarazadas y enfermos, diciéndoles que iban a tomar una ducha. Y se les fumigaba en cámaras herméticas con el gas que tardaba 20 minutos en matarlos. La fotografía más espantosa que he visto en mi vida es la de un grupo de niños sonrientes que caminan, confiados y alegres, hacia las pretendidas duchas. Fue ante esta foto cuando comencé a rascarme las ronchas.

Lo cierto es que siempre he padecido picores ante la gente disciplinada, obediente e incondicional, convencida de tener toda la razón de su lado, o sea del lado del “líder carismático” al que han entregado su lealtad.
Debo padecer alguna clase de alergia a la irracionalidad.
                                           

 Miguel Ángel Pérez Oca.

miércoles, 17 de julio de 2013

¡ESTUVE EN FROMBORK!















En lo alto de la torre de Frombork













Auschwitz. Fotografía de niños camino de la cámara de gas.
Perspectiva del Mercado Largo de Gdansk. 

Frombork. Suni ante la tumba de Copérnico.

Con lo fácil que era. Después de varios años esperando que los incompetentes agentes de viajes polacos me resolvieran el medio de llegar a Frombork, fuera de los circuitos comerciales, resultó que bastaba con decirle (en inglés) a la chica de la recepción del hotel que quería ir a Frombork y que si podía averiguar lo que me iba a costar que un taxista me llevase allí (a unos 100 km. de Gdansk), me esperase dos horas y me trajese de vuelta. La chica hizo una llamada y a los 5 minutos tenía la respuesta: El taxista pedía 500 slotis, o sea... 125 euros. Y ya está. Suni y yo nos fuimos con un amable taxista que había trabajado en Venezuela y hablaba un poco de español y otro poco de inglés y después de un largo recorrido por una disparatada autopista con semáforos y límite de velocidad de 70 km/h. que nadie respeta, y tras atravesar carreteras endiabladas con baches enormes, en medio de bosques y praderas increíbles, nos plantamos en el "último rincón del mundo", que ya lo definía así el bueno de Copérnico. La colina amurallada con la catedral gótica de ladrillo rojo es mucho más impresionante al natural que vista en las ilustraciones de los libros y revistas. Al ponerme delante de la tumba del hombre que revolucionó la ciencia y puso a la Tierra en su sitio, no pude evitar que unas furtivas lágrimas recorrieran mis mejillas y empaparan mis barbas de viejo astrónomo. El museo, con sus instrumentos y sus libros originales, es maravilloso. Y la subida a la torre, con no sé cuántos cientos de escalones, cansada pero gratificante. El panorama desde allí es espléndido, verde frondoso, con la laguna del Vístula y las casitas diseminadas entre los prados y los bosques, deben conformar el mismo paisaje que veía el maestro cuando se subía allá arriba y observaba los planetas con su tríquetrum...
Bueno, pues ya había conseguido mi propósito.

Polonia es un país fascinante. Vale la pena pasearse por Krakovia, con su gigantesco castillo del Wawel y su gran plaza de Rienek Glowni y su Mercado de los Paños. Wroklaw, Poznan, la misma Varsovia; pero, sobre todas las ciudades, me quedé enamorado de Gdansk, con su perspectiva del Mercado Largo y su inigualable ambiente de cultura veraniega y fresquita y su enorme grúa medieval a la orilla del canal. Torún, donde podemos visitar la casa natal de Copérnico. Los paisajes tan verdes, las iglesias y las construcciones civiles renacentistas con sus pináculos de bronce increíbles... No debéis perderos Polonia.

Cierto que sus infraestrcturas dejan mucho que desear. Polonia se está desarrollando y el sentido de iniciativa de sus habitantes también. Las carreteras y los aeropuertos se les han quedado pequeños.
Y hay que visitar el campo de concentración de Auschwitz para ver lo bárbaro que puede llegar a ser un pueblo supuestamente culto, como el alemán. En toda la eternidad saldarán los teutones la deuda que contrajeron con el resto de Europa... Y ahora se empeñan en que les paguemos lo que les debemos a sus espabilados banqueros. Lo que pasa es que en esta Europa adocenada faltan políticos con en par de... narices, que se atrevan a decirle a la "füreresa" Merkel que primero son las personas y después los bancos, y que cuando ellos hayan pagado la deuda que contrajo aquel mamarracho de führer que, no nos engañemos, votó el pueblo alemán por una gran mayoría, ya podremos hablar de economía. Y que ningún europeo debe volver a pasar hambre por culpa de los prepotentes dirigentes alemanes, ¿estamos?
Polonia nos puede enseñar muchas cosas. Ya iremos hablando de ello.
Por hoy vale.
Miguel Ángel Pérez Oca.

miércoles, 3 de julio de 2013

LA TENTACIÓN



En la última reunión de la Tertulia de la Bodega Adolfo teníamos que escribir sobre le tema de la tentación. Mi trabajo es este que os pongo ahora en el blog. A ver qué os parece.

LA TENTACIÓN DEL SAMURAI.
La tentación fue muy fuerte. Rinco Yamamoto estaba ante mí, con su kimono y su mirada profunda, tan especial. Rinco no es una geisha como las demás, no es una de esas muñequitas sumisas, de pasitos cortos y medidos, que jamás osan decir nada que pueda poner en un aprieto a un varón. Ella es otra cosa, y me lo demostró ayer por la mañana, junto al vagón del tren que la iba a llevar a Nagasaki.
-Dime que me quede – me dijo -, y abandonaré mi profesión para ser tuya para siempre. Tú mismo me quitarás el kimono que nunca más he de ponerme, y esta noche dormiré en tu casa.
Yo permanecí callado, luchando por ocultar mis sentimientos, tal como me impone la severa educación que desde pequeño recibí en el colegio militar. Soy un caballero samurai y no puedo, ni en sueños, echarme a llorar de emoción, o gritar de alegría, o... abrazar a mi amada como, desde lo más hondo de mi ser, el alma pedía desesperadamente a cada órgano del cuerpo, a cada neurona del cerebro, a cada fibra del corazón. No podía mostrarme vulgar, sensible y dichoso. No tenía derecho a caer en la tentación más maravillosa que me ha brindado nunca la vida. Soy un oficial del Estado Mayor del Emperador, y ayer llevaba puesto mi uniforme impecable con la catana al cinto.
Por fin, pude articular unas palabras pretendidamente serenas.
-No nos podemos permitir hacer una locura como esa, Rinco. Tú eres la más distinguida geisha de tu ciudad y yo un capitán del glorioso Ejército del Emperador. Tenemos obligaciones que cumplir, profesiones que desempeñar y dignidad que salvaguardar. No debemos dejarnos caer en la tentación de protagonizar una fuga que, por tu parte, no sería honorable; ni por la mía, como cómplice y encubridor. Una geisha solo puede marchar de su honorable establecimiento con honor, después de haber satisfecho un rescate cuya cuantía, me temo, no podemos satisfacer ni tú ni yo.
Ella bajó la mirada, como distrayéndose en la contemplación del vapor blanco que surgía de la cercana locomotora. Sonó el pito del jefe de estación Las maletas ya habían sido depositadas en el departamento de primera clase por un solícito y anciano empleado. No quedaba más que el adiós.
-Perdóname – me insistió – por haber intentado vencer tu fortaleza y comprometer tu honor de militar. Pero he pensado que pronto tendrás que dar la vida para evitar que los americanos invadan nuestra patria. No quiero pensar que la guerra está perdida, pero todo parece indicar que esos extranjeros de ojos cuadrados terminarán por humillarnos... Y el Emperador tendrá que hacerse el hara-kiri.
Yo negué con un gesto de indignación y reproche.
-No digas eso, Rinco, ni te atrevas a pensarlo. Japón está lleno de hombres como yo que daremos gustosos la vida para que eso no ocurra...
-Solo pensé – dijo como para sí - que quizá esta era nuestra última oportunidad de ser felices, aunque solo fuera por unos días. ¿Sabes qué me dijo una vez un viejo monje Zen? Me dijo que nunca me arrepintiera de las cosas que hubiera hecho en la vida, sino de las que haya dejado de hacer por miedo, por modestia o por un exagerado sentido del deber o del honor.
Y yo me cuadré, dando un sonoro taconazo que resonó en todo el andén.
-Yo te juro, Rinco, que si sobrevivo a esta guerra maldita, si al fin conseguimos salvar el honor del Emperador, ahorraré el dinero necesario e iré a Nagasaki para sacarte de la casa de geishas y que seas mi esposa. Pagaré el precio de tu rescate, cueste lo que cueste, y ya nunca nos separaremos.
Ella hizo un ademán que, por un momento, temí que fuera a materializarse en un abrazo. Pero se contuvo.
-No te olvides de mí – me dijo, mientras subía la escalerilla del vagón.
-Eso sería imposible – le contesté como despedida.
Esta mañana no he podido pensar en nada que no sea Rinco, allá en Nagasaki. Me asomo a la ventana de mi habitación y contemplo con melancolía los tejados de mi ciudad. Hiroshima, en las mañanas de verano, está llena de suaves aromas vegetales y dulces trinos de pájaro. Reina una gran paz en el aire. Tan solo se oye el lejano rumor de un avión que vuela muy alto. Miro mi reloj de pulsera: Son las ocho y cuarto del día 6 de agosto de 1945.

¡¡¡ ...BOOOOOOOOOOMMMMM..........!!! 

  Miguel Ángel Pérez Oca.