miércoles, 16 de octubre de 2013

OH, EL DESAMOR...!



La verdad es que hay palabras que uno no sabe cómo interpretar. Una de ellas es "desamor", que a mi me suena como si alguien me dijese que tiene "destemperatura" para indicarme que hace frío. El caso es que el tema a desarrollar en la pasada reunión de la Tertulia Literaria de la Bodega Adolfo era, precisamente, el "Desamor". Yo, sinceramente, esta vez no he quedado satisfecho del todo, porque creo que he cogido el tema por los pelos; pero, en fin, aquí os lo pongo para que lo leáis, si queréis, y me digáis, si os place, qué os parece. Ahí va:


DESAMOR, EXTRAÑA PALABRA.
            -¿Desamor? – me dijo el viejecito encuestado - Nunca, antes de hoy, había utilizado ese vocablo. He necesitado consultar el diccionario para averiguar su exacto significado y poder contestarle. “Desamor s. m. Falta de amor o amistad”, dice el dichoso libro; y a mí se me ocurre pensar que al amor le pasa lo que al calor, al bien o al sabor dulce, a los que les hemos atribuido opuestos que no son tales. Este maniqueísmo, que viene sin duda de los prejuicios religiosos, nos deforma la realidad, y es desmentido por la cultura moderna. Lo contrario de lo dulce no es lo salado, y eso lo saben muy bien los que aprecian un buen plato de cocina cantonesa. Del mismo modo, el bien y el mal pueden convivir en un mismo ente, así que no son propiamente opuestos: la energía eléctrica puede proporcionarnos luz o electrocutarnos, sin cambiar de esencia. En cuanto al calor y el frío, solo son válidos como sensaciones subjetivas, puesto que la temperatura tiene un tope en su base, el “cero absoluto” o ausencia total de calor, que se sitúa en los 273 grados bajo cero. Y el amor y el odio pueden convivir en nuestro ánimo simultáneamente, en nuestras relaciones de pareja: “Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio”. Así que diríamos que la falta absoluta de dulzor sería lo insípido, no lo salado; la ausencia absoluta de bien sería lo anodino, no necesariamente lo malo; la ausencia absoluta de calor sería la quietud total de las moléculas, solo fría para nosotros, puesto que el frío como tal no tiene entidad; y la falta absoluta de amor, no sería el odio, sino el cero absoluto de la afectividad, la indiferencia… ¿Es eso el desamor?
            -Vaya – le respondí -, me ha hecho usted comprender la inutilidad de esa equívoca palabreja que, después de esta conversación, nunca más volveré a usar, se lo prometo. Porque estimo que el mal llamado desamor está mejor definido con la palabra indiferencia. Si, por el contrario, la consecuencia de una ruptura amorosa, pongamos por caso, provocase sentimientos de rechazo o dolor psíquico, no sería propiamente desamor sino odio, despecho y tristeza en las proporciones que deberían poder medirse con una especie de termómetro sentimental, todavía por inventar.
            -Entonces – prosiguió el anciano -, aclarémonos: A los enemigos armados, en una guerra, los matamos por odio y por miedo; a las ratas y cucarachas las exterminamos porque nos producen aprensión; sin embargo, a las hormigas que invaden nuestra terraza las fumigamos con indiferencia, por estética, por… ¿desamor? Desde un avión las personas parecen hormigas.
            Aquel viejo que yo entrevistaba fue una vez el comandante Paul Tibbets, piloto de un bombardero americano al que bautizó con el nombre de su madre, “Enola Gay”, y fue el encargado de llevar su aparato hasta la vertical de la ciudad japonesa de Hiroshima y lanzar sobre ella la primera bomba atómica operativa de la Historia. Obediente a las órdenes de la superioridad, nunca se cuestionó la legitimidad de su acción, ni se solidarizó con el sufrimiento de los cientos de miles de civiles desarmados, ancianos, mujeres y niños, que murieron abrasados o víctimas de enfermedades de origen radiactivo, o padecieron durante el resto de sus vidas las terribles secuelas de la explosión. Tampoco al vendedor de corbatas Harry Truman, devenido Presidente de los Estados Unidos a la muerte de Roosevelt, le dolió nunca la responsabilidad de haber sido quien ordenó a Tibbets apretar el fatídico botón. Ambos odiaban  a un Japón abstracto que había llevado a cabo la agresión de Pearl Harbour, pero las mujeres y los niños japoneses no eran objeto de sus sentimientos vengativos. Solo sentían hacia ellos el más completo y ausente… ¿desamor?

            El viejecito se alejó de mí, y yo me quedé pensando que en Nüremberg faltaron muchos criminales para ser condenados; porque los nazis asesinaban a los judíos por odio y fanatismo, pero matar con indiferencia es para mi el más odioso y repugnante de todos los crímenes.                                                                 
                                                                                             Miguel Ángel Pérez Oca.

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