sábado, 25 de enero de 2014

EXTRAÑAS REFLEXIONES.



El tema de la Tertulia Literaria de la Bodega Adolfo se las traía : "¿Por qué existe algo pudiendo no existir nada?" Así que mi redacción también se las traía. Como siempre la leyó Miguel Sarceda. Tenedlo en cuenta al leer mi trabajo.

¿POR QUÉ EXISTE ALGUIEN PUDIENDO NO EXISTIR NADIE?
            Me llamo Miguel Sarceda y soy el lector habitual de esta tertulia… Bueno, eso ya lo sabéis. Lo que no sabéis es que no lo estoy diciendo yo, sino que estoy leyendo lo que ha escrito el autor de este relato… ¡Coño! Esto también lo ha escrito el autor. Así que no lo digo yo… solo lo estoy leyendo, ¿vale? Me llamo Miguel Sarceda, me llamo Miguel Sarceda, uno, dos, uno, dos. Bueno, ya está bien, que yo no soy un robot, ¿eh? Que yo sé decir las cosas por mí mismo, y entonces digo lo que pienso… pero ¡me cago en la puta!, esto también lo ha escrito ese cabrón de… “el autor”. Vaya, entonces, todo lo que estoy diciendo, a pesar de que digo que lo digo yo, lo dice él, el muy cabronazo.
            Pero – me dice el autor -, ¿cómo sabes que, así como tú lees lo que yo he escrito, yo no he escrito esto al dictado de alguien? ¿Cómo sabes que ambos no actuamos siguiendo los dictados de “algo” que está por encima de nosotros? ¿Cómo sabes que yo soy libre y tú no? Y me recuerda una cita del viejo zorro Bertrand Russell: “No tenemos ningún motivo para pensar que seamos otra cosa que un enorme conjunto de billones de átomos que se comportan siguiendo las ineludibles leyes de la Física”. Y si es así, cada uno de nosotros solo puede hacer, decir y sentir lo que determina el resultado de todas las interacciones físicas de esos billones de átomos que forman lo que llamamos “Yo”, quizá erróneamente. O sea, que a lo mejor no hay nadie, ni tú, ni yo, ni ellos, si no que somos marionetas sin alma cuyos hilos mueven las Leyes de la Física, las puñeteras Leyes ineludibles de la Física, que determinan los movimientos atómicos cuya suma es el resultado infalible de una inmensa ecuación de un solo y único resultado: nuestra actitud de cada momento. Es como si nuestra vida fuese una película que vemos en el cine, intrigados por un final que en realidad ya está filmado y espera al término de la cinta para aparecer en la pantalla y mostrarnos el desenlace que se le haya ocurrido a los guionistas… Y nuestros guionistas son las leyes de la Física. Así que no existe el libre albedrío. Todo está ya “filmado”, todo está escrito desde el Big Bang, predeterminado desde el principio de los tiempos…
Bueno, que conste que estoy leyendo lo que ha escrito “el autor” de esta jodida paja mental, así que lo que digo no es de mi responsabilidad. Ni siquiera esto que estoy diciendo ahora. O sea, que incluso al hacer esta objeción, estoy leyendo lo que ha escrito el otro, el maldito otro, que a su vez es muy posible que tampoco sea responsable de lo que ha escrito, porque no puede escribir otra cosa que lo que dictan a sus átomos las cuatro fuerzas de la jodida Física. ¡Maldita Física, hija de la gran puta!
            Conque “Por qué existe algo pudiendo no existir nada” ¿eh? Pues vaya faena que nos ha hecho el nuevo contertulio proponiéndonos este tema, picando así a un cabrón racionalista dispuesto a escribir lo que, según él, le dictan sus cochinas Leyes. Puestos así, también podríamos preguntarnos qué coño somos en realidad y por qué el universo se nos manifiesta. Podríamos preguntar qué es el tiempo y por qué transcurre; qué pasó antes del Big Bang y que pasará después de la muerte; y podríamos consolarnos pensando que, del mismo modo que los colores no existen fuera de nuestra mente, ya que son la manera que tiene el cerebro de interpretar las longitudes de onda de la luz, tampoco existe el tiempo, sino que es la forma que tiene nuestro cerebro tridimensional de interpretar la cuarta dimensión del espacio-tiempo… Y también podríamos preguntar, ya puestos, de qué sirve hacerse preguntas que no tienen respuesta.
            En fin, que al autor de lo que estoy leyendo le ha debido sentar mal el vino turbio. Porque, joder, qué diarrea mental le ha dado. Y claro, como soy médico, querrá que se la cure obligándome a leer todas estas chorradas… Pues que se la cure Margarita, que para eso es su médica de cabecera. Hasta ahí podíamos llegar.   
“Por qué existe algo pudiendo no existir nada…” ¡No te jodes! 

Miguel Ángel Pérez Oca.

viernes, 24 de enero de 2014

SE NOS HA IDO MARINA OLCINA



Marina Olcina, la que fue primera mujer concejal de Alicante con tan solo 17 años, en plena Guerra Civil, falleció el pasado día 21 en Madrid, donde vivía con su hija. Era una persona entrañable, que nunca persiguió la notoriedad, comunista convencida y siempre leal a sus ideas, siempre estaba dispuesta a ayudar, a colaborar con todo aquel que la necesitara. Hermana del artista Vicente Olcina, formó parte de la Corporación Municipal del Frente Popular que se hizo cargo de nuestro Ayuntamiento, en representación de las Juventudes Socialistas Unificadas. Al término de la guerra se ocultó un tiempo en Madrid, para evitar ser apresada y probablemente fusilada. Después, según ella misma me contó, optó por entregarse y pasar un tiempo en las cárceles franquistas. Cumplida la condena, optó por exiliarse con su marido a Argelia, donde acabó trabajando de secretaria particular de un diplomático español que no podía hacerla funcionaria por sus antecedentes políticos, pero que supo apreciar su capacidad de trabajo y su competencia, demostrando que estaba por encima de los prejuicios políticos de sus jefes fascistas. Regresó a España cuando Argelia obtuvo la independencia y se mantuvo siempre en contacto con sus camaradas, arrimando el hombro, siempre dispuesta a trabajar por la causa noble de la Libertad y la Justicia. Tenía un piso en la Plaza de España, frente al Panteón de Quijano, donde yo la visité para obtener testimonios del bombardeo del 25 de mayo de 1938, con vistas a escribir mi libro "25 de Mayo, la tragedia olvidada". Me había dado su número de teléfono el locutor Vicente Hipólito y quedé con ella una tarde para tomar café y charlar. Cuando llegué a su casa, el pequeño salón estaba lleno de mujeres, familiares y compañeras alicantinas que podían contarme cosas de aquel día aciago en la historia de Alicante. Ella vivió el famoso bombardeo desde Rabasa, donde estaba haciendo un cursillo de formación de su partido, pero otras lo vivieron en las cercanías del Mercado Central, o vieron pasar los camiones llenos de cadáveres desde la casa familiar de la Plaza de España. Sus testimonios resultaron muy reveladores para mi relato y han quedado reflejados en sus páginas. Fue, con Manolo Parra, la presentadora de mi libro en la Sede Universitaria y me dedicó hermosas palabras. Después, todos los 25 de mayo nos veíamos en la Plaza del Mercado, en el homenaje a las víctimas, donde reclamábamos la erección de un monumento conmemorativo, que al fin ha sido instalado sin que Marina pudiera tener la satisfacción de ver. Su edad avanzaba (ya había superado los 90 años) y su delicada salud la retenían en Madrid. Recuerdo que hace algún tiempo recibí una llamada suya desde Madrid: "Soy Marina Olcina - me dijo - te llamaba solo para decirte que te quiero mucho. Dale recuerdos a todos los amigos de Alicante". Me emocionaron sus palabras, porque sin duda eran de una despedida. Ella sabía que se nos iba a ir, y el otro día se nos fue. Solo se ha llevado unos días con Enrique Cerdán Tato, otro correligionario suyo y campeón alicantino de la Democracia. Por deseo suyo, sus familiares trajeron sus restos a Alicante, para que reposen siempre en su querida tierra que tanto añoraba, y en el tanatorio se improvisó un funeral laico con el ataúd envuelto en las banderas de la República y de la hoz y el martillo. Siempre fue fiel a sus ideas, hasta el mismísimo final. Elocuente cuando hacía falta, discreta y amable, brillante y lúcida en sus opiniones, activa, ejemplar, siempre ejemplar.

Adios, Marina, yo también te quiero mucho. 
Miguel Ángel Pérez Oca.

miércoles, 8 de enero de 2014

DOS RELATOS DE LA TERTULIA BODEGA ADOLFO.

Bueno, pues ya hemos empezado el año. Yo sigo peleando por publicar mi libro "ALICANTE, biografía de una ciudad", aunque las instancias oficiales me dicen que tienen dificultades económicas por eso de la Crisis. Será verdad, no quiero pensar mal. Pero ese libro tiene que salir, porque hace falta para que la gente de aquí conozca su propia biografía colectiva, y porque este momento de transición hacia no sabemos dónde es el más indicado para hacer una buena recapitulación de nuestra historia local; no sea que alguien sienta la tentación de predicarnos el "borrón y cuenta nueva". Que la memoria nos hace mucha falta para que no nos tomen el pelo por enésima vez, ¿verdad?
Ahora os voy a poner la última narración que he presentado en la Tertulia de la Bodega Adolfo que, por cierto, ya no celebramos en la Bodega Adolfo sino en el Hotel Aba Centrum.
Este de ayer es un cuento un tanto desvergonzado que nos presenta dos mundos, el de encima de la mesa de un banquete muy convencional, y el de debajo de la mesa, donde se desatan las pasiones. Es una crítica a la hipocresía y la doble moral.
A ver si os gusta... y no os escandaliza demasiado.



UN VOLCÁN BAJO LA MESA.
            El sabor añejo del Oporto y del Fondillón de Alicante era el único placer no británico que se permitía sobre los manteles en los banquetes que lord Mordecay Leavit-Brunswick de la Rivera daba ocasionalmente en su mansión campestre. Solían ser las cenas que seguían a los agitados días de la caza del zorro, a las que acudía lo más granado de la sociedad de Nottingham. Clérigos de alta alcurnia, militares distinguidos, aristócratas de sangre tan añeja como los vinos del postre y algún  nuevo rico de la industria, devenido vizconde o barón mediante la compra del título a alguna familia venida a menos, se diputaban la gloria de ser los más británicos de todos los británicos presentes. La flema, las buenas maneras a la vez relajadas y severas en un alarde exquisito de equilibrio, las frases ingeniosas más insinuantes que explícitas, los chistes ingeniosos y la cortesía y finura más extremas revoloteaban sobre los manteles inmaculados y las cuberterías y vajillas colocadas en perfecto orden geométrico.
            Smith, el mayordomo, controlaba a los sirvientes con la maestría de un director de orquesta, con su inalterable sonrisa artificialmente amable, en cuyas comisuras un observador muy avisado quizá hubiera podido adivinar un cierto aire cáustico, quizá de rechazo irónico. Y es que Smith lo sabía todo, absolutamente todo; aunque su profesionalidad y su proverbial discreción hacían que se guardase para él solo todos los secretos que, como bestias salvajes, se agazapaban bajo la mesa.
            Smith sabía muy bien que, si fingía agacharse a recoger alguna pieza de cubertería caída accidentalmente al suelo alfombrado, podría haber sorprendido en plena acción a las pantorrillas del obispo Pibody y de milady Leavit-Brunswick de la Rivera frotándose frenéticamente e, incluso, enroscándose la una a la otra en un acto de desesperada lujuria. Junto a ellos, el coronel Mc Robert sufriría una dolorosa erección en su ajustado pantalón militar cada vez que cruzara su mirada con miss Tolkien-Brauning, hija del marqués de Tolkien-Brauning, que se ruborizaba al recordar el revolcón que tras unos setos se había dado con el militar unas horas antes; y más aún si hacía planes para la tórrida noche que iba a disfrutar si el aguerrido jefe de húsares se colaba en su habitación y en su cama en cuanto acabase el ágape.  Las hermanas Braun de la Belle Maisón, hijas de mister Braun etcétera, nuevo rico de la industria minera de Cornualles y Vizconde de la Belle Maisón por adquisición reciente – buenas libras que le había costado -, estaban sentadas a ambos lados de lord Westley, un jovencísimo poeta y hermosísismo efebo de lacias greñas rubias estratégicamente despeinadas. El rostro del joven se congestionaba por momentos, aunque se esforzaba por mantener la compostura, mientras sus dos jóvenes acompañantes lo masturbaban disimuladamente, por turnos, deseosas de celebrar con él otro trío erótico como el que habían culminado la noche anterior. En cuanto al jovencito Jeremy Blaiton, futuro Barón de Chitpunkake, que había venido en representación de su anciano padre, prefería dirigir su atención a las sirvientas, todas ellas mozas robustas y, seguramente, complacientes, con el fin de indicarle al mayordomo Smith cuál de ellas prefería para que pasara después a sus aposentos, donde pensaba compartirla con algún criado igualmente fornido y complaciente. Hizo una disimulada indicación con la vista y el solícito mayordomo asintió con un gesto apenas perceptible, cerrando el trato.

Sobre el mantel, la alta sociedad victoriana se mostraba en todo su esplendor, con sus maneras comedidas y elegantes, mientras bajo la mesa anidaba un volcán a punto de estallar con sus vapores piroplásticos. Más les hubiera valido a los comensales echar la mesa por el gran ventanal con vistas al jardín, quedarse todos en pelota e iniciar de inmediato la orgía salvaje que todos anhelaban. Pero eso, por supuesto, no era lo indicado. Así que, de momento, el sabor añejo del Oporto y del Fondillón era el único placer reconocido en la cena de lord Mordekay.                    Miguel Ángel Pérez Oca.

Por cierto, que el mes pasado me olvidé de poneros mi relato anterior, que se llama "El huevo indivisile a la luz de una vela" (el tema era : "La luz de las velas") y trata de lo que podéis leer a continuación:


EL HUEVO INDIVISIBLE, A LA LUZ DE UNA VELA.
            La luz temblorosa de una única vela cubría de confusas luces y sombras las desconchadas paredes del cuchitril. En su centro, una desvencijada mesa servía de peana a un único plato ocupado por un huevo frito y a unos mendrugos de pan oscuro. A su alrededor, la mujer prematuramente envejecida, que un día fuera hermosa y optimista, y dos niñas rubias de pelo crespo y rostros pecosos y pálidos, miraban con pesadumbre la que iba a ser su magra cena. No había ningún hombre en casa, se había marchado  tiempo atrás, cuando comenzaron los tiempos de la infamia que muchos llaman crisis.
            -No hay nada más para cenar esta noche – decía la madre en voz baja, avergonzada de sentirse responsable de la desgracia -. He perdido todo el día buscando trabajo y no he tenido tiempo ni dinero para comprar comida. Mañana iré a Cáritas, a ver si os puedo traer algo – y suspiró -. Comeos el huevo entre las dos. Yo me conformo con un mendrugo.
            -No, mami – dijo la mayor de las niñas, con resolución –, lo dividiremos en tres partes… Porque si tú te pones enferma, ¿quién cuidará de nosotras?
            -Pero… - intentó argumentar la mujer – un huevo frito no se puede partir en tres pedazos, porque la yema es líquida y se desparrama… Un huevo frito es indivisible.
            -Sí que se puede repartir, mami, si vamos mojando el pan en la yema, una detrás de otra, hasta terminarla y, después, la clara, que es sólida, se corta en tres partes.
            Y así lo hicieron, hasta terminar con el huevo y con el pan.
            -Ahora, vamos a dormir, hijas mías, que mañana será otro día.
            -Oye, mami, ¿por qué han dejado de darnos el almuerzo en el colegio?
            -Porque los políticos necesitan el dinero que cuesta vuestra comida para dárselo a los banqueros.
            En las palabras de la madre – que no percibía subsidio de paro ni ayuda social de ninguna clase -, se evidenciaba un rencor infinito a ciertos altos ejecutivos, de esos que se retiran con pensiones millonarias después de haber arruinado los negocios de los demás en arriesgadas operaciones especulativas, cegados por la ambición y la incompetencia.
            -¡Malditos cabrones! – fue su oración de buenas noches.
            Y así podríamos afirmar que un huevo frito solo se puede compartir cuando hay mucha confianza y cariño entre los comensales; pero que eso no es posible ni conveniente en un banquete formal, de los que celebra la gente elegante.
            A pocos kilómetros del cuchitril, en un moderno hotel, se celebraba la cena conmemorativa del tercer aniversario de una sofisticada tertulia literaria. Las mesas formaban un cuadro alrededor de un centro repleto de velas encendidas, que no estaban allí para iluminar el comedor minimalista, sino como elemento decorativo. Entre los sabrosos manjares que se servían antes del plato fuerte, en bandejas para el picoteo colectivo, había unas cuantas de patatas con jamón, coronadas, cada una, por un huevo frito. Los que ignoran el secreto del plato llamado “huevos rotos” no saben que, antes de consumirlo, hay que destrozar el huevo y desparramar la yema sobre las patatas y el jamón. Así que, ¿quién de esos ignorantes gastronómicos – tal como yo - se atrevería a cometer la descortesía de apropiarse de la yema, en perjuicio de sus compañeros?
            Cuando los camareros retiraron las bandejas de los entrantes, una desconsolada yema ocupaba el centro de alguna de ellas. La cosa habría sido distinta si cada fuente hubiera estado coronada por tres o cuatro pequeños huevos de codorniz; pero entonces el plato ya no sería de “huevos rotos”, si no de minúsculos huevos individuales.

            Lo dicho, que un huevo frito, salvo casos muy excepcionales en cuanto a los comensales o a alguna original receta gastronómica, es indivisible, por mucho que esté iluminado por una o por varias velas.                                      Miguel Ángel Pérez Oca.